Cómplice de la noche

Cómplice de la noche, una musa perdida irrumpió en mi vida sin saber yo de dónde venía o a dónde habría de irse. A mi lado se ubicó, y me observaba mientras devoraba líneas y más líneas de un código extraño que no entiende ella y tampoco yo.

A través del reflejo de la pantalla admiré su delicada belleza, aérea y volátil, frágil como alas de mariposa, luminosa como tenues candilejas de una fiesta de quince años. No me atrevía a mirarla directamente, temeroso de que mi ambiciosa pretensión la esfumara para siempre. Discreto, continué simulando que sé cómo hacer que un SELECT * FROM articles me presente la información correcta en el website que intento terminar hace más de 43 gygabytes.

Mi musa estaba quieta. A veces la sentía suspirar profundamente aburrida, pero nuevamente me convencía que había sido yo mismo. Bajo un velo deliberadamente mal colocado pude ver su piel que dorada me contaba del calor del sol en el Olimpo, y su pelo negro como la tierra de Moca se me antojó divinamente suave y adorable. Ambos guardamos un respetuoso silencio, salpicado sólo por teclazos y clics de un ratón sin ansias de queso ni jamón.

Mi musa sólo tenía ese velo como vestimenta, y mientras mis pupilas miraban tangencialmente las curvas de su majestuosidad, mi alma se aferraba al tonto sueño, a la fantasía imposible, a la loca y fútil idea de abrazarla y hacerla mía.

Ya me acostumbraba yo a su presencia sutilmente imponente cuando desapareció. Con un vacío del alma la busqué con mis ojos tan abiertos como nerviosos, y ya no pude verla. La extrañé con mis ganas y mis deseos; la lloré con mis besos aventureros; la recordaré como la musa que cómplice de una noche sin título me acompañó mientras escribía esto para ti.

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